jueves, 30 de noviembre de 2017

Dima, la artista siria

Dima es una niña siria, no sabemos de qué lugar exactamente.

Tiene cinco años y el pelo castaño, corto y teñido de alheña rojiza alrededor de la coletilla que le peina su madre justo en una de las sienes, lo que le da un aspecto algo chusco. Siempre viene vestida con pantalones y botazas y sus ademanes no imitan la gestoforma típica de otras niñas, que repiten patrones de lo que se ha venido conociendo como femineidad.

No, ella no hace ni caso a los bebés que tenemos en la guardería, lo cual es estupendo, porque no les alborota, ni les sube en brazos ni les molesta con mimos exagerados (actitudes habituales en la mayoría de las niñas, que tienden a comportarse como madrecitas, incordiando muchísimo porque no les dejan en paz). Tampoco se preocupa si la ropa se le descoloca ni se atusa el pelo con las manos cada cinco minutos. Sus objetivos son otros. Por ejemplo, nos hace muchas preguntas muy pintorescas, como ¿cuantos coches hay en Beirut? o ¿por qué hay lápices de distintos colores?

Dima, en cuanto llega hace una declaración de intenciones que no deja lugar a dudas, con su voz también grave, aunque no tanto como la de Amira:

biddi lauen!
(quiero colorear)

Asi que le damos una hoja de papel blanco con siluetas en negro para rellenar con colores y se le ilumina la cara. Como no disponemos de cajas de lápices para todos, lo que hacemos es darles unos poquitos lápices a cada uno (dos o tres) y con eso se conforman normalmente.  Pero Dima sigue pidiendo, tozuda, sin que ninguna otra palabra salga de su boca:

biddi ahmar!
(quiero [el lápiz] rojo)

En el caso de tener algún lápiz rojo disponible, ya que está muy solicitado, si se lo damos, tampoco termina ahí sus demandas:

biddi arb3a!
(quiero cuatro [lápices])

Si lo consigue, se enfrasca en su hoja y es capaz de colorear durante una hora entera, pase lo que pase a su alrededor.

Si nos quedamos trabadas en alguno de los puntos anteriores, porque no hay un aula disponible para nosotros y tenemos que jugar en el patio, o porque se nos han terminado las hojas y toca jugar con los bloques de madera, o porque los lápices rojos ya los tienen otros peques o no hay para todos, entonces Dima se enfada muchísimo y se va a un rincón para demostrarnos su cabreo. No sufre; se enfurece, que es muy distinto. Al rato se le pasa y se pone a hacer lo que toque, pero su momento os vais a enterar de mi enfado no lo perdona.

El lunes pasado nos sorprendió, porque según estaba coloreando su hoja llena de flores, mariposas y otros bichos, levantó la mirada y nos dijo que ella no quería nada a su padre, pero a su madre sí.

Con semejante declaración, se nos encendieron todas las alarmas, claro, asi que comenzamos con el protocolo correspondiente de preguntas para averiguar si hay que pasarles con la trabajadora social.

Con total tranquilidad, sin dejar de colorear su hoja, nos explicó que no quiere nada a su padre porque pasa de ella, siempre le dice que está cansado y no le hace caso, ni le importan las cosas que ella le cuenta. Así que ha decidido no quererle y pasar de él como él hace con ella.

En cambio a su mamá sí la quiere mucho, porque siempre la escucha, le pregunta cómo le ha ido en la escuela y se interesa por sus cosas. A veces su mamá no sabe responderle, pero a Dima eso no le preocupa, porque no la manda callar como hace su padre, sino que le dice que pregunte cuando llegue a la escuela

Así es Dima, la niña que no sabe su lugar de origen porque ha nacido en un periodo de guerra.




martes, 14 de noviembre de 2017

Shehat, la peque silenciosa

Shehat es una niña muy flaquita también, debe tener unos seis años, el pelo muy rizado y largo, de color castaño oscuro, pero muy poco abundante, que su madre suele peinar en forma de trenza. Siempre se le escapan unos pelillos cortos alrededor de la cara, como un nimbo de pelusillas. Su aspecto general es bastante enfermizo, debido a unas ojeras muy oscuras y marcadas sobre su piel apagada y tirando a amarillenta, entorno a unos ojos que cuando la conocí eran serios y tristes, un poco saltones y caidos del ángulo exterior. Es una niña que tiene cara de viejecita, si se puede expresar así.

Fue también de las primeras niñas que conocí en el colegio. El primer día que llegó su madre nos explicó que había dejado de hablar al salir de su pueblo de Siria y que nos teniamos que comunicar con ella mediante gestos. Casi me da un pirriqui, porque si ya es difícil comunicarse con ellos verbalmente, por gestos me parecía un mundo. Shehat, al llegar a la clase, se sentaba en una de las mesitas, muy seria siempre, sin alborotar, aferrando su mochila verde entregada a los refugiados sirios por la Campaña Nacional del Reino de Arabia Saudia para apoyar a los hermanos en Siria, según pone el escudo bordado que adorna el bolsillo frontal, exactamente igual a las que tienen estos críos (que no son de nuestro colegio).

 


 


Shehat a veces muy tímidamente señalaba el montón de papel reciclado que tenemos para que coloreen y al darle una hoja, despacito, despacito abría su mochila,  sacaba del estuche dos o tres lápices de colores muy recomidos y pintaba sin levantar la cabeza durante las dos horas que estaba a nuestro cuidado. Nunca aceptaba las meriendas que solemos darles, porque en su mochila también traía algunas galletitas y agua, que tomaba cuidadosamente, sin dejar ni una miga y sin hacer ruido. Si quería hacer pis, se levantaba y señalaba la puerta, con las piernas cruzadas y con el típico movimiento de quien ya no puede más.

Durante un tiempo su madre y ella dejaron de venir, sin avisar ni nada. Esto suele pasar y significa que o bien que la familia ha conseguido salir del Líbano, o bien que el padre no deja a la madre venir a las clases. Pero desde hace un mes han vuelto las dos y se ha producido uno de esos hechos que hacen ver la situación con otra luz: Shehat ha comenzado a hablar.

A la otra seño y a mi nos dejó patidifusas, porque entró al aula con su mismo aire triste de siempre, se sentó en su mesita con sus mismos ojos saltones y caídos de siempre y su carita de viejuca de siempre. Pero en vez de señalar, nos pidió hablando muy bajito, eso sí, lapices y papel para pintar.

Ya no trae la mochila verde y durante estas semanas su tono de voz ha ido subiendo, hasta hablar alto y claro. Incluso la hemos visto reir y hasta se ha animado a cantar en alguna ocasión. La vemos que mira con aire de duda a los otros peques que se tiran por los toboganes de plástico que tenemos.

  
Estoy segura que en pocos días la vemos peleando en la fila por subirse ella también.