lunes, 20 de marzo de 2017

A veces veo refugiados

Todos los días veo refugiados, en las carreteras, en las calles, en las casas destruidas por la guerra o en las que están en construcción (suelen vivir ahí los obreros con sus familias). Están pidiendo limosna en los semáforos, a veces incluso se les considera indicadores de tráfico: ah, hay niños pidiendo en la rotonda de Mkalles, eso es que hay atasco camino del puerto... En otras ocasiones les veo recolectando hierbas comestibles en los solares abandonados de la ciudad o en los taludes de las autopistas que la cruzan, como manera de conseguir alimento.

Están casi hasta debajo de las piedras, durmiendo en un colchón colgando de la barandilla que protege el paseo de La Corniche de las olas del malecón. También pueden encontrarse bebés tirados en los distintos vertederos de basura que rodean Beirut. A ninguna de las dieciocho religiones oficiales y otras tantas que pululan por aquí se les rasgan las vestiduras por ello, nunca han alzado la voz pidiendo el fin de la guerra o en contra de la consideración oficial de tenerles como desplazados, y no como refugiados, para evitar que se asienten aquí de manera definitiva.

Los refugiados, en familia, salen a pasear los dias de fiesta, exageradamente arreglados, en una concesión a la única dignidad que les queda: la de ir andando hacia adelante.

Por otra parte, también estoy comprobando cómo las elites sociales viven en un mundo paralelo sin querer saber nada de lo que sucede en la realidad o, si les llega alguna noticia, suelen despreciarla sin muchas contemplaciones, como a los niños mendicantes que a veces atropellan cuando se acercan demasiado a las ventanillas de sus carísimos coches. Esta circunstancia me genera mucha inquietud y malestar, porque es muy difícil conseguir que se oiga la voz de los refugiados y otros desfavorecidos. No interesa en absoluto, parece que no fueran habitantes del mismo planeta. Citar cuestiones feas ante sus lánguidas miradas implica el fin de la conversación de manera tajante y una vela negra social.

Paso muchas horas con refugiados (palestinos, sirios, iraquís, kurdis, incluso con gente libanesa muy desfavorecida) y sus penurias son infinitas, producto tanto de la guerra como del modelo de economía neoliberal a ultranza que rige la vida en este país. Las caras que se ven por los barrios donde viven nunca reflejan sonrisas, la gente tiene una expresión de hastío y cansancio como nunca había visto antes y se contagia enseguida a la gente menuda. Algunos de los peques a los que cuido nunca se rien, por muchas tonterías que les haga. Por eso es un triunfo cuando consigo arrancarles una sonrisilla, por pequeña que sea. Algunos ya me están esperando cuando llego al colegio y se vienen corriendo a darme un abrazo, con sus ropillas ajadas, muchas veces sucias, otras veces limpísimas. Hay quien tiene mochilas (entregadas por organizaciones solidarias o por gobiernos extranjeros -úlitmamente se ven unas verdes con el sello del reino de Arabia Saudia-) en las que guardan sus tesoros preciados: algún lápiz medio roído, trozos de hojas de cuaderno y, en el colmo de la fortuna, algún dulce de chocolate, que comen despacito hasta que viene un espabilao veloz que se lo quita de un manotazo.

La mayor parte de ellos lleva ropa que reparten las ONGs o la consiguen en mercadillos que se organizan a propósito para ellos, con precios simbólicos. Muchas veces les queda demasiado grande, o demasiado pequeña. Es frecuente que se quiten los zapatos y verles los piececillos llenos de rozaduras y ampollas, porque tampoco es usual que lleven calcetines.

A veces cantamos canciones y sus reacciones son muy distintas, desde quien se suma desde el primer momento dando palmas y cantando hasta quienes miran como si eso de cantar no fuese con ellos, por su estado de ánimo o por una suerte de desprecio hacia todo lo que no sea estar serio y callado (esta actitud es mucho más frecuente entre los niños, las niñas suelen sumarse enseguida y ellas mismas terminan jugando al corro o a cantar sus propias canciones en corrillos que organizan rápidamente). 

Ahora que parece que el invierno está terminando, que está siendo largo, frío y húmedo, podremos salir al patio a corretear un poco y a esquivar los tomates que tiran algunos vecinos, molestos por el alboroto infantil que les impide ver la tele con tranquilidad.


jueves, 16 de marzo de 2017

Cocina armenia

Vivir en Beirut me ha permitido descubrir esta cocina maravillosa, aunque ya había tenido la oportunidad de visitar el restaurante armenio Vartan de Madrid, ahora ya cerrado.

Aqui en Beirut hay algunos restaurantes armenios por el centro de la ciudad, como el Mayrig o Al Mayas, cuyas calidades destacan sobremanera, decorados primorosamente y con superatención a los comensales.  Pero también hay pequeñas casas de comidas en el barrio armenio, Bourj Hammoud, en las que se puede tomar esa misma cocina elegante en la version casera y familiar, y no soy capaz de decidir cuál es mejor. El más conocido es el Badger, que además actúa como centro cultural y de reunión para mujeres, ya que en este barrio las cuestiones sociales son muy importantes por el tipo de población y problemas que se viven en él. No en vano es uno de los que más refugiados acoge, siendo él mismo una creación extramuros de Beirut de los refugiados armenios que huyeron del genocidio de principios del siglo XX. Aquí está la publicación en el Daily Star de Líbano.



De haber sido la cocina una de mis habilidades destacadas me habría apuntado a explicar aquí alguno de sus platos, pero verdaderamente es una cocina que requiere manos expertas, por la cantidad de matices y variedad de ingredientes que presenta. También requiere de mucho tiempo y paciencia...

Hay algunos platos memorables, como el kabab karaz, o carne mezclada con salsa de cerezas amargas, que es tal vez de lo más delicioso que puede probarse. Asi que animo a probar esta cocina, porque verdaderamente es sorprendente y muy delicada.