Llevaba varios días dando vueltas al asunto de publicar algo personal sobre la danza oriental. Primero fue
la invitación de Mónica Tello a expresar nuestras ideas en su blog. Después, un
comentario de Nejsret sobre el mismo asunto y finalmente su
entrada de hoy han hecho que me ponga con ello, si la pizquita que tengo a mi lado haciendo deberes de mates me lo permite…
Nejsret y su blog son un referente en la danza y lo mínimo que creo puedo hacer es ofrecerle mis reflexiones y mi experiencia en este momento.
Yo ya he pasado por la fase de desencanto/desenganche de la danza, a la que terminas por llegar. No es un camino agradable e incluso tienes que dejar de lado a personas a las que sinceramente aprecias. Intentaré hacer una reflexión del proceso y explicar porqué no es negativo ni nada semejante, sino más bien todo lo contrario.
Toda la belleza y las cosas positivas que tiene la danza oriental es lo primero que te cautiva, más bien te succiona. Como normalmente llegas con un cero absoluto de conocimientos, al principio todo se te hace interesante y tienes la necesidad casi física de aprender y aprender. La sed de conocimientos es tal que te lanzas como una enloquecida a hacer cosas que nunca te hubieras imaginado: en mi caso, hasta aprender árabe (¿qué suponíais, malpensadas, eh?)
Por otro lado, el bienestar físico y mental que te provoca la danza hace que, aún más allá de los conocimientos técnicos, tengas un interés casi patológico en practicarla. Por lo tanto acudes a escuelas, buscas profesora/es de los que aprender y entras en la vorágine, de cabeza y sin frenos. No creo exagerar si digo que la mayor parte de elementos que rodean la práctica de la danza oriental nos agradan: el aspecto que nos da, el modo de trabajar el cuerpo, el ambiente de la clase. Incluso a las mujeres europeas nos ha puesto en contacto con algo que teníamos muy perdido, enmarañadas en nuestros
burkas occidentales como dice la historiadora Sophie Bessis, cuyos libros recomiendo encarecidamente.
Las escuelas, centros de enseñanza, docentes y etc. en teoría deben preocuparse de enseñarte como si de verdad fueras a dedicarte a la danza de manera profesional. Claro, para eso les pagas. De modo que su trabajo y su negocio consiste en ofrecerte eso precisamente: una amplia variedad de enseñanzas, todas interesantes, que te abren un abanico de posibilidades insospechadas: estilos de danza, maneras de trabajar tal o cual elemento, gente de aquí y de allá que hace no-sé-qué… La locura, vamos.
Y aquí es donde yo creo que está la trampa: nosotras y nuestra zanahoria oculta en velos, pañuelos de monedas y aromas hipnóticos de incienso por un lado y nosotras y nuestras circunstancias personales por el otro: trabajo, familia, presupuesto económico son los pies de barro que nos atan bien firmemente.
A ello tenemos que sumar el que precisamente en este tiempo toda la zanahoria ha venido empujada por la expansión de las nuevas tecnologías que ha permitido que tanto aficionados como profesionales y docentes hayamos tenido mucho más fácil ponernos en contacto, desarrollar iniciativas y contribuir a la enorme expansión de cursos, talleres, blogs, asociaciones, grupos y demás. No hay que olvidarse tampoco que en los últimos años han proliferado locales, restaurantes y teterías en los que se ofrecía danza como espectáculo, no hay mercadillo histórico sin la jaima correspondiente y tengo la sensación de que lo oriental que hasta no hace mucho tiempo no dejaba de ser un exotismo (aquí
cristianos viejos de toda la vida…) ahora se ha recolocado en el sitio que le corresponde en nuestra sociedad y ha pasado a formar parte de la realidad cotidiana. Pondré un ejemplo: si a mi tita Soledad, que la tierra le sea leve, le dicen que en su Lavapiés querido, en lo que era su tienda de Ultramarinos se iba a vender comida
halal, hubiese sacado toda su chulería para endosarme un
Amos anda como la copa de un pino.
¿Dónde estaba? Ah, sí, en lo de la zanahoria… Pues eso, que ahí nos tenemos a las pobres aficionadas, que nuestra pretensión original era la de aprender algo nuevo a la vez que ejercitar un poco nuestros músculos cansinos del ordenador y del curro y de las tareas domésticas, atrapadas en una tela de araña deslumbrante, maravillosa y cautivadora que por un tiempo nos hace creer algo que no es más que una suerte de sueño o posibilidad muy remota: la de llegar a ser bailarinas de danza de verdad. Por eso nos dejamos llevar a clases, talleres, intensivos y horas de ensayo para festivales. No lo neguemos, la escena es tentadora y sube las endorfinas. El aplauso, aunque el público se tenga ganado de antemano porque son parientes y amiguetes los que van a vernos, pues también. ¡Y lo guapas que estamos envueltas en velos, con el maquillaje ese tan bonito…!
Pero cada dia tiene su noche, irremediablemente.
Al día siguiente tienes que madrugar, porque hay que fichar o hay que llevar a un par de criaturas al colegio. No puedes hacer como las bailarinas de verdad, que se levantan tarde y no suelen andar por el metro a las 8 de la mañana los dias laborables. Llega la factura de la luz y resulta que tienes que elegir entre el maravilloso intensivo de la eminencia recién llegada de Oriente o pasar a oscuras el resto del mes (las cosas empiezan a ponerse en su sitio). A continuación tienes que elegir entre el taller de
espada-con-fuego en los bordes, cómo no achicharrarte en público y acompañar a una persona cercana a ti a algo importante para ella. Es decir, que empiezas a vivir situaciones que te hacen cuestionarte cuál es tu papel en este mundo al que te has incorporado.
Hasta que llega la colleja en todo lo alto que te abre la mente. En mi caso fue un taller que se llamaba algo así como
Maneras de entrar en el escenario. La bailarina que lo impartía es una de las mejores, su precio, razonable y no tenía que desplazarme fuera de mi ciudad. Un chollo, vamos...
Lástima que en un momento determinado pensé en qué cuernos iba a hacer yo aprendiendo algo que jamás iba a poner en práctica, porque jamás yo voy a salir en un escenario seriamente, tanto como para dominar la manera de entrar o salir de él. Creo que ésa fue la clave del asunto: darme cuenta de la diferencia que hay entre la práctica de una afición y el trastorno obsesivo-compulsivo.
No voy a ser bailarina profesional a estas alturas, no tengo la preparación suficiente anterior ni el tiempo para hacerlo ahora, tampoco el dinero ni la más remota posibilidad de hacerlo. En cierto modo es como hacer una tesis doctoral sin tener una beca que te pague el tiempo dedicado a investigar. Ayer mismo hablé con unas personas de este asunto, porque además yo tenía en mente el concepto “edad” aunque estas personas me ayudaron a ver claramente que en la danza oriental, al igual que en el flamenco, la edad es un mérito más.
De modo que tarde o temprano ves claramente cuál es tu sitio en el tinglado.
No tiene tanto que ver tanto con la cantidad de veces que te hayas sentido timada o estafada o con los precios abusivos, que eso se aprende enseguida, sino con lo que realmente quieres hacer y buenamente puedes. Ello no significa que tengas que dejarlo, sino que desarrollas una suerte de capacidad crítica y de selección (casi en términos darwinistas, lo que no te vale, ni caso), de modo que con el bagaje adquirido en cuanto a estilos y profesoras que te gustan, horarios que te convienen, si te mola el rollo del festival o te da mucho yuyu, en definitiva, qué te compensa y qué te perjudica de la danza, puedes defenderte y salir de la telaraña que te ha envuelto y en la que te has dejado envolver.
Creo que es un aprendizaje que puedes aplicar en muchas otras facetas de tu vida y que por eso ha merecido la pena. Por cierto, voy a intentar asistir al curso de Narjess Montasser pasado el verano ;-)
Un besito, guapa